Las historias ganadoras del Concurso de Relato Breve sobre la Migraña, en Vidas Insuperables (2)
Vidas Insuperables les ofrece durante los próximos días, de manera íntegra, las creaciones de los ganadores de la 5ª edición de su Concurso de Relato Breve, impulsado por el Grupo de Estudio de Cefaleas de la Sociedad Española de Neurología, en colaboración con Novartis. Hoy, ‘Remedios’, de Óscar García-Romeral Fariñas, segundo clasificado del certamen.
Dado su carácter de sensibilización y concienciación, Vidas Insuperables les está ofreciendo una serie de cinco publicaciones con el objetivo de difundir los textos íntegros de los ganadores del la 5ª edición del Concurso de Relato Breve sobre la migraña, impulsado por el Grupo de Estudio de Cefaleas de la Sociedad Española de Neurología (GECSEN), y Novartis.
Como les contábamos en Vidas Insuperables, el celuloide también puede servir como toma de conciencia social de la migraña, una enfermedad neurológica compleja, que se manifiesta con ataques recurrentes de cefaleas moderadas o severas que suelen ser de carácter pulsátil, a menudo unilateral y acompañada de náuseas, vómitos y sensibilidad a la luz, sonidos y olores. Solo en España más de 3,5 millones de personas sufren esta disfunción de forma ocasional, y casi 1 millón de forma crónica, lo que significa que tienen dolor de cabeza más de 15 días al mes.
En ese sentido, una vez fallados los cinco ganadores y seleccionado el texto que servirá de base para realizar un cortometraje, Vidas Insuperables divulga los relatos ganadores.
Hoy, podemos leer ‘Remedios’, de Óscar García-Romeral Fariñas, segundo clasificado del certamen.
REMEDIOS
La cámara muestra la consulta de neurología de un hospital. Sonido de lluvia y viento tras el cristal de la ventana entreabierta. Una doctora, bata blanca, sentada, coge un retrato de familia enmarcado sobre la mesa –su marido, dos hijos-; se queda mirándolo con gesto serio.
Se abre tímidamente la puerta. Entra un hombre alto, delgado, de edad avanzada y pelo cano; sonríe. Ella ha dejado la foto sobre la mesa, pero sigue mirándola con gesto preocupado hasta que él carraspea y advierte su presencia.
Doctora (se levanta azorada y le estrecha la mano): Siéntese, Benigno. ¿Qué tal estamos hoy?
Benigno (toma asiento): Despejado, doctora, despejado.
Doctora: ¿Y sin nubes en el horizonte?
Benigno: Sin nubes en el horizonte. Lo último que me recetó parece funcionar mejor que todo lo anterior; las borrascas de los últimos meses no han sido tan intensas.
Doctora: Ya le advertí que la medicina no es una ciencia exacta. La industria propone y ustedes, los pacientes, disponen. A veces pienso que lo ideal sería que existiera un fármaco para cada persona. Imagínese. Con suerte estamos dando con el suyo.
(Mira en la pantalla de su ordenador y dice sin mirarle mientras teclea algo en el teclado)
La lástima es que el tiempo de fuera no acompañe al de su cabeza…
Benigno: ¿Por qué una lástima? No valoraríamos los días de sol sin estos días oscuros.
Doctora (sonriendo): Vaya, vaya, hoy estamos filosóficos… Por cierto, llevamos viéndonos varios meses y me he acostumbrado a su juego, me refiero a esa costumbre suya de hablar de sus migrañas como se habla del tiempo atmosférico. No es la primera vez que lo veo, pero su caso se lleva la palma. Nunca le he preguntado de dónde le viene…
Benigno (mirando hacia la ventana, se escuchan truenos apagados de fondo): Uy, doctora, es una larga historia; algún día, con más tiempo, se la cuento.
Doctora (se queda pensando): ¿Por qué no ahora? Es mi último paciente hoy.
Benigno (se queda un rato en silencio, parece pensar la respuesta): Remedios. Se llamaba Remedios. La abuela Reme. La madre de mi madre; ella me crió, mis padres murieron jóvenes en la guerra, apenas guardo alguna imagen suya, más bien olores. De mi madre algo parecido al jabón, de mi padre un olor como de cuero cuando llegaba del campo de estar con el ganado; eso no se ha ido, pero poco más recuerdo. Mi abuela fue
mi padre y mi madre. Todo lo que soy, lo que sé, se lo debo a ella.
Hace una pausa, vuelve a mirar a la ventana.
Fue ella la que me contó que heredé de mi padre los dolores de cabeza, por eso lo sabía cuando usted me lo preguntó en la primera consulta. Pobre hombre, eso y la altura; no le dio tiempo a dejarme mucho más (sonríe). La vida era dura entonces… (vuelve a quedarse en silencio, ha dejado de sonreír)
El caso es que la abuela solía decirme, cuando venía el dolor, que al ser tan alto como mi padre notaba antes que nadie las nubes, como si mi cabeza fuera la cumbre de una montaña a la que llega primero el mal tiempo, aunque en el valle luzca el sol. Ya ve, cuentos de vieja…
Doctora: Vieja y sabia.
Benigno: O a lo mejor es que la sabiduría es sólo una forma de supervivencia; la mayoría de la gente, en aquella época, no podía permitirse comprar lo que nos cura, si es que existía. Los cuentos salen barato (vuelve a sonreír)
Doctora: Lo dicho, está usted hecho un filósofo.
Benigno (se ríe abiertamente): No se burle doctora… Bueno, con el tiempo me
acostumbré a hablar de las jaquecas como se habla de los cielos: hoy vienen nubes bajas, o llega niebla por el este, o si el dolor es blanco y frío digo que se cuece nieve.
Y cuando se pasaba: ya clarea, abuela, ya clarea.
Cuando advertía que el manto negro caía sobre mi cabeza ella me arreglaba la cama y cerraba las ventanas para que la luz no me hiciera daño, me tumbaba y me ponía un paño mojado sobre la frente. A veces, en los días peores, regreso con la imaginación a casa de la abuela y parece que la oigo todavía junto a mí, hablando bajito, como en un susurro; se recostaba a mi lado y apoyaba mi cabeza en su delantal; mentiría si le dijera que el dolor desaparecía, pero me sentía a salvo como el alpinista se siente seguro en su tienda en medio de la ventisca. Hasta el crujido de las tablas de madera en el suelo de la
habitación dolían como arañazos en el cerebro, pero junto a ella sabía que era fugaz, sabía que pasaría.
Casi todo se pasa, me decía, casi todo se pasa… Ya ve, consuelo de pobres.
Doctora: Pero funcionaba…
Benigno: Sí. Y hoy creo saber por qué. Conviene poner nombre a nuestro dolor.
Es como un animal salvaje con el que tenemos que convivir, si le ponemos un nombre empezamos a domesticarlo.
Los dos se miran en silencio, desde el exterior llegan sonidos de obras, una
ambulancia; ella traga saliva, se levanta y va a cerrar la ventana.
Doctora: Mire, Benigno, su abuela hacía lo que cualquier médico actual, pero con más cariño. Buscamos la causa, aliviamos los efectos. Ella le explicaba de dónde venía su dolor, es decir, la causa – y sí, es verdad, probablemente hay algo genético en las cefaleas, estamos empezando a entenderlo-. Y a la vez intentaba aliviarle, es decir, eliminar o amortiguar los efectos -los fármacos que le recetamos pretenden eso. Ya ve que no hay tantas diferencias.
Benigno: ¿Sabe? Es curioso lo que me dice, doctora; le voy a hacer una confidencia. A menudo, cuando le hablo de usted a mi mujer, sin querer la llamo Remedios: es la receta de Remedios, le digo de pronto a mi mujer, o Remedios dice que no abuse del alcohol. Y me rio, nos reímos porque sabemos la historia; bueno, ahora también usted.
Doctora: Gracias, lo tomaré como un cumplido.
Benigno: Es lo que le digo a mi mujer: amor y ciencia.
Doctora: (tras una pausa) Eso es. Amor y ciencia. Y en su dosis justa.
Benigno: Ya puestos le haré una segunda confidencia: vengo de esa época en la que la queja era un lujo. Mi mujer tuvo que convencerme de venir a su consulta, yo no quería, me parecía una… ¿cómo decirlo? Una debilidad. Me educaron para soportar el dolor, para convivir con él sin dramatismo. Nacer es un dolor que la vida compensa, solía decir Reme.
Doctora: Ya (parece reflexionar) Le entiendo. Pero hay dolores inútiles, evitables, que no nos hacen mejores ni nos ayudan. No debemos soportarlo todo, Benigno. No debe. Nuestros abuelos aceptaban el sufrimiento casi como una penitencia, era su forma de soportar lo irremediable, pero hoy no; sólo a los cangrejos les embellece el dolor.
Benigno: ¿A los cangrejos?
Doctora: (Se ríe) Me lo decía mi madre cuando ponía en la olla los cangrejos de río que traía padre algún domingo. Ya sabe, después de hervirlos tienen ese rojo precioso y brillante, pero no somos cangrejos, Benigno. (hace una pausa, se pone seria)
Luego, claro, están los otros dolores, los que no cura la ciencia.
Benigno: Ya. (dirige su mirada hacia el retrato sobre la mesa). Hay muchos dolores de cabeza.
Doctora: (al darse cuenta de que Benigno está mirando el retrato) Muchos. Digamos que esos otros son quebraderos de cabeza.
Benigno: Quebraderos… exacto ¿Ve cómo conviene ponerle un nombre? Algo se quiebra ¿verdad?
(De nuevo un largo silencio, ella demuestra no querer seguir hablando de ello)
Doctora: En fin, vamos a continuar el tratamiento, parece que le va bien. ¿Necesita otra receta? (Benigno niega con la cabeza) Nos vemos en tres meses. (se levanta y extiende la mano) Un placer, Benigno.
Benigno: Un placer, doctora.
(Se estrechan la mano. Él se va. Ella se levanta y vuelve a abrir la ventana. Entra un rayo de sol, ya no hay ruidos)
Se vuelve a sentar en su silla. Coge la foto, la vuelve a dejar y coge el móvil. La
cámara muestra un primer plano escribiendo un mensaje. Deja el móvil y sale de la habitación.
La cámara se acerca a la pantalla del móvil aun encendido y muestra el contenido del mensaje:
– Perdona, amor. ¿Hay remedio?
– Casi siempre, amor. (y al lado el emoticono de un sol radiante)
FIN